martes, 1 de noviembre de 2005

ESCRIBIR

ESCRIBIR


Probablemente ya estoy muy viejo para escribir, muy gordo y muy estúpido. Pero por eso mismo no me queda otra salida que poner manos a la obra. Escribir de qué, digo, y digo que puedo escribir de cualquier cosa, hasta del vuelo de esta mosca y la mampara muerta que rompió mi luna el domingo y no me dejó dormir. Temas hay  y a vómitos generales, sólo hay que mirar.

Me subí al carro pensando en todo esto, ayer. Miraba la gente, adivinaba qué eran, qué son, personajes de qué obra serán. Los convertía en figuritas para mi papel. Hasta que me harté. Dejé de mirarlos, porque también me miraban como diciendo y éste, qué mierda quiere. Dejé de mirar hacia dentro y miré para afuera. El carro iba con las luces encendidas y la calle estaba a oscuras. Lo que alcanzaba a mirar era como una vieja película de cuadros en staccatto, cuadros de luz y cuadros de sombra. Por allí una pareja en besos, también una señora con sus hijos sacando la mano y mirando pasar los carros desesperada, eran más de las once. Fachadas negras, barrios de adobe con aparejo del siglo neoclásico aplanado: columnas corintias de macramé.
Y ya no pensaba en esto de escribir. Me dejaba llevar por el suceder de las formas. Como si nacieran de una marejada viscosa y negra a sacar su momentánea cabeza. Pero es inútil pensar que esta obra se representaba para mí. Es inútil engañarse por el deseo de ser único. Yo era parte del escenario y no sabía qué era mi papel. Por ahora, sólo mirar.
Llegué, llegué adonde debía llegar esa noche, no recuerdo dónde y bajé. Por supuesto, había que caminar. Estaba aturdido por la sucesiva visión y me senté en las tablas de madera del paradero a mirar pasar los carros, a mirar a la gente que espera. Se hizo menor el número a medida que miraba. Luego, era yo y el borracho. O yo y la mujer gorda. O yo y la noche. Un taxi me gritó para llevarme. No quise. La cola de taxis en la esquina era larga y la que vendía sánguches tenía clientela. Me acerqué a comprar uno. Ya para qué había venido. Qué indescifrable estaban el pan y la carne, pero eran agradables. Y un café, por favor. No era motivo para mirada de taxistas, mi ropa era pobre y mal cortada. Tenía una maleta de papeles y libros, pesada como un buque. Maestro, su hamburguesa, con qué.
Volví a mi mirador, mientras comía. Tal vez pasaría aquí la noche. No. Empecé a caminar hacia mi cuarto. Qué más, ya no iba a llegar a esa conversación, a ese rumor de hojas batidas por el viento de la erudición. También ya estaba harto. Estaba solo y me fui.

No sé si he llegado a mi cuarto. Todo está igual pero no me sienta bien y no me parece que deba ser así. El acostumbrado caos ya me asfixia. No soy ese tipo apoltronado que se magulla las manos en todo tipo de labores manuales absolutamente intelectuales: como abrir un libro o teclear un ensayo sobre el apocalipsis de la literatura hitita. No soy ese tipo gordo y fofo que presume de una memoria absoluta y cita de memoria a Koenisberg y a París. No soy quien quiere una mujer para empaparse la mano de carne y deliciosa blandura, o quien come en papeles sus vicios. No me parece ser ése. No debo estar aquí. Aquí no. Ni puedo. Siento ser un ladrón en un cuarto que me ahoga.
¿Y esa foto, y esa mujer, y ese niño?. Hay papeles tirados y mil números de teléfono. Otros papeles con cientos de numeritos y restas y sumas. Todo es una vorágine de papel. Aquí, ¿existe un orden?, ¿existe un sentido?.

Tengo la llave en la mano pero no sé qué hago aquí. Estoy dentro pero no me siento bien aquí. No comprendo, detesto esto.

Quizá como en el carro debo dejar de mirar adentro y debo encontrar una ventana.

La puerta. La puerta suena. Ruge, me saca de quicio. Imperativa, qué pasa, quién pasa.

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Twitter / juanlapeyre